Kavafis: el placer sin culpa

3217 - Athens - Sto… of Attalus Museum - Kylix - Photo by Giovanni Dall'Orto, Nov 9 2009

Cada vez es más difícil vivir, situarse en el mundo, respirar, como lo hacía Kavafis. Hoy se alza frente a la poesía de Kavafis una barrera, o por mejor decir, un ídolo, una idea falaz enquistada en nuestra percepción de la realidad: la conciencia universal, cada vez más aguda, de la culpa, de la responsabilidad que a cada uno debería corresponder frente al colapso del mundo.

Individuos, comunidades y hasta naciones enteras ya no sabemos vivir sin culpa. Culpa y vergüenza por lo edificado y lo destruido, lo mirado y lo escuchado, lo tocado y lo sentido. Culpa por los negros, culpa por los indios, por Auschwitz, por la historia. Culpa por ser mujer o por ser hombre. Somos culpables de no estar a la altura de los tiempos: culpables de lo que no sabemos y deberíamos saber, culpables de lo que no deseamos y deberíamos desear. Culpables por no saber adaptarnos a la corriente de lo social, pero también por saber marchar demasiado bien a la par con el rebaño. Culpables por comer y beber, cuando hay tantos que no pueden comer ni beber. Culpa que nos paraliza y ciega, que vuelve cauteloso nuestro lenguaje, prudentes nuestros pensamientos, correctas nuestras aspiraciones, asépticos e indoloros nuestros deseos. Pero también culpa que nos aísla, culpa que no somos capaces de encarar, a la que nos referimos elípticamente, con eufemismos. Disfraz de miserias propias y de miserias heredadas, la culpa no es capaz de articular una voluntad coherente en torno a problemas comunes. Es un cómodo telón de fondo, una pauta a seguir, algo que viene implícito en el simple hecho de vivir y de ser. Culpa imbuida en el ser, culpa acuciante de ser.

Para encarar la culpa es necesario saberse no culpable y dejar de reconocer deudas heredadas. Reconocer la medida de las propias posibilidades físicas y morales y obrar dentro del margen de libertad que esas posibilidades permiten. Autoimponerse una disciplina acorde con esas posibilidades, tener la voluntad de seguirla y el valor de asumir las consecuencias. Forjarse un universo personal: hechos, personas e ideas que sirvan de referencia para la acción y el pensamiento. Kavafis se impuso una disciplina: la del placer. Y se forjó un universo: el lento declive de la antigüedad helénica. Son esos dos los únicos temas de su poesía. En el centro de ambos se encontraba una íntima aspiración: la búsqueda de un conocimiento total y saciante, el conocimiento de la belleza y del flujo eterno de la vida.

Ahí está el universo de Kavafis. Ahí están sus poemas sobre la decadencia del mundo grecorromano. Poemas que señalan y rememoran: sensaciones de los héroes paganos, sombras de los pueblos, evocaciones de una gloria pasajera. Nombres que las ruinas balbucean. Crímenes de los que no queda testigo alguno. Batallas de las cuales ya no queda en pie ni la estela erigida en fecha solemne para celebrar a los vencedores. ¿Pero qué desastre se abatió sobre este mundo y lo segó de tajo? ¿Dónde quedó su esplendor? ¿Habrá que lamentar su pérdida? No. Habrá que nombrarlo, entenderlo y descifrarlo. Apropiárselo, pero sin fundirse en él. El mundo antiguo debía perecer porque era necesario que perecieran las personas que lo vivieron y lo edificaron. Su destino eran las ruinas. La invasión de los bárbaros era una fatalidad tan temida como esperada. Habrá que recordar este mundo y aprender la lección que los mármoles caídos pretenden enseñarnos. ¿Pero qué lección es la que hay que aprender? ¿Qué tienen que enseñarnos los antiguos triunfos? En todo caso, no aprenderemos de lo que el viejo mármol representa, sino de lo que el mármol, aquí, está significando: que la caducidad alcanza por igual a la carne y a la roca, que el desastre y la muerte a todos toca y todo lo revierte, y que esa caducidad es consustancial al ser. Los rostros en el mármol van desvaneciéndose hasta que no es posible reconocerlos. Las señales puestas para recordar son ellas mismas rebasadas por el olvido. Que nuestro futuro es quedar al margen, a la vera del camino, apenas unos ecos entre las ruinas: eso es lo que hay que aprender. Que por golpes de suerte ganaremos, cuando mucho, una voz que por fragmentos nos conozca y piadosamente (rascando el polvo, y sin olvidar que es polvo lo que queda entre los dedos) busque descifrarnos.

Y hay otra lección. Que el tiempo reservado para la vida es corto, y es más corto aún el tiempo que nos es concedido para ejercer la disciplina impuesta: el placer. Ahí están los poemas amorosos de Kavafis, sus cantos a la juventud fugaz y la belleza efímera. Como pasan los siglos sobre el nombre de César y de los emperadores de Bizancio, así pasan y están pasando los años sobre la hermosura de los músculos y la solidez de la carne, y así pasarán y seguirán pasando sobre toda belleza que en el mundo cobre forma.

La homosexualidad de Kavafis fue el eje de su poética amorosa. El poeta asumió su homosexualidad como algo más que mera transgresión frente a la moral sexual corriente. Fue para él un ejercicio de individuación. La transgresión en Kavafis es la enunciación de una toma de postura, como decir: así como tú eres yo no puedo ser, somos esencialmente distintos. La transgresión sirvió a Kavafis para marcar una distancia frente a los demás. En la homosexualidad encontró el poeta el medio para afirmar su ser, su individualidad y el sentido de su búsqueda. Lo importante no es la transgresión por sí misma, sino otra cosa: un horizonte intuido, una suerte de trascendencia conquistada por el yo, a fuerza de explorar posibilidades y acumular con paciencia la sabiduría vital. ¿Y qué hay en ese horizonte trascendente? ¿Qué es lo que aguarda ahí al poeta? Encuentro en Kavafis una intención casi metafísica, un ansia de aproximación a dos certezas totales y saciantes: la certeza de que la belleza existe, una belleza fugazmente contenida en los cuerpos bellos, pero que los cuerpos no alcanzan a abarcar; y la certeza de la eternidad, una eternidad de la que participan las personas y las cosas en sus instantes de esplendor, eternidad intuida en el ciclo incansable de los átomos, en esa aparente vida y muerte que no son sino estadios alternativos en la corriente perpetua del universo. Kavafis nunca se sacia con lo que le es dado en el presente. Busca más: la certeza de una belleza mayor y omnicomprensiva, y la certeza de una vida más intensa y prolongada que la del mármol y la carne. Lástima que, humanos como somos, estemos impedidos para acceder a ese grado de certeza. Lo que hay en este mundo es, bajo todas sus facetas, parcial, imperfecto y pasajero. Kavafis lo sabe. Esa es la causa por la cual cede a veces a las lamentaciones, su ánimo se dobla, llora la juventud perdida y se duele del desastre que parece cernirse sobre cada porción del universo.

Y en su búsqueda no deja Kavafis lugar para la culpa. No hay siquiera tiempo para sentirse culpables. Frente a la culpa hay afirmación: posibilidades que se afirman, búsquedas que se emprenden con el ánimo por lo alto, libres de lastres, atentos al fruto del presente. Que el placer se goce sin la culpa. Que no haya Polifemos ni lestrigones que turben a los espíritus elevados. Que los jóvenes bellos se busquen y se encuentren. Que se unan. En el instante de su unión, si el espíritu que los mueve es propicio, habrán sabido intuir ciertas verdades cuyo lenguaje está expresado en los términos del placer. Después de haber alcanzado fines tan elevados, luego de experimentar sentimientos reservados sólo a los mejores espíritus, ¿tienen algún sentido la culpa y la vergüenza?

Ya no se ve el mundo como lo vio Kavafis. No son vistas con buenos ojos las posibilidades de lo humano. Se busca sustraer al ser humano de su mutabilidad, y en último término se busca sustraerlo de su caducidad. Se escatima a la vida la noción del devenir, como si la vida fuera otra cosa que mutación, otra cosa que tiempo condensado en las cosas con las que vivimos y de las que nos desprendemos. Como si nosotros mismos fuéramos otra cosa que tránsito, equilibrio entre las posibilidades de la existencia y la otra posibilidad, siempre inminente, de dejar de existir. En el fondo, como una música reservada sólo para los más finos oídos, para los talantes más nobles y atrevidos, la muerte, boca universal, susurra y aguarda.

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Kavafis: el placer sin culpa se publicó por primera vez aquí: Interfolia, No. 4