Cada
vez es más difícil vivir, situarse en el mundo, respirar,
como lo hacía Kavafis. Hoy se alza frente a la poesía de Kavafis
una barrera, o por mejor decir, un ídolo, una idea falaz
enquistada en nuestra percepción de la realidad: la conciencia
universal, cada vez más aguda, de la culpa, de la responsabilidad
que a cada uno debería corresponder frente al colapso del mundo.
Individuos,
comunidades y hasta naciones enteras ya no sabemos vivir sin culpa.
Culpa y vergüenza por lo edificado y lo destruido, lo mirado y lo
escuchado, lo tocado y lo sentido. Culpa por los negros, culpa por
los indios, por Auschwitz, por la historia. Culpa por ser mujer o por
ser hombre. Somos culpables de no estar a la altura de los tiempos:
culpables de lo que no sabemos y deberíamos saber, culpables de lo
que no deseamos y deberíamos desear. Culpables por no saber
adaptarnos a la corriente de lo social, pero también por saber
marchar demasiado bien a la par con el rebaño. Culpables por comer y
beber, cuando hay tantos que no pueden comer ni beber. Culpa que nos
paraliza y ciega, que vuelve cauteloso nuestro lenguaje, prudentes
nuestros pensamientos, correctas nuestras aspiraciones, asépticos e
indoloros nuestros deseos. Pero también culpa que nos aísla, culpa
que no somos capaces de encarar, a la que nos referimos
elípticamente, con eufemismos. Disfraz de miserias propias y de
miserias heredadas, la culpa no es capaz de articular una voluntad
coherente en torno a problemas comunes. Es un cómodo telón de
fondo, una pauta a seguir, algo que viene implícito en el simple
hecho de vivir y de ser. Culpa imbuida en el ser, culpa acuciante de
ser.
Para
encarar la culpa es necesario saberse no culpable y dejar de
reconocer deudas heredadas. Reconocer la medida de las propias
posibilidades físicas y morales y obrar dentro del margen de
libertad que esas posibilidades permiten. Autoimponerse una
disciplina acorde con esas posibilidades, tener la voluntad de
seguirla y el valor de asumir las consecuencias. Forjarse un universo
personal: hechos, personas e ideas que sirvan de referencia para la
acción y el pensamiento. Kavafis se impuso una disciplina: la del
placer. Y se forjó un universo: el lento declive de la antigüedad
helénica. Son esos dos los únicos temas de su poesía. En el centro
de ambos se encontraba una íntima aspiración: la búsqueda de un
conocimiento total y saciante, el conocimiento de la belleza y del
flujo eterno de la vida.
Ahí
está el universo de Kavafis. Ahí están sus poemas sobre la
decadencia del mundo grecorromano. Poemas que señalan y rememoran:
sensaciones de los héroes paganos, sombras de los pueblos,
evocaciones de una gloria pasajera. Nombres que las ruinas balbucean.
Crímenes de los que no queda testigo alguno. Batallas de las cuales
ya no queda en pie ni la estela erigida en fecha solemne para
celebrar a los vencedores. ¿Pero qué desastre se abatió sobre este
mundo y lo segó de tajo? ¿Dónde quedó su esplendor? ¿Habrá que
lamentar su pérdida? No. Habrá que nombrarlo, entenderlo y
descifrarlo. Apropiárselo, pero sin fundirse en él. El mundo
antiguo debía perecer porque era necesario que perecieran las
personas que lo vivieron y lo edificaron. Su destino eran las ruinas.
La invasión de los bárbaros era una fatalidad tan temida como
esperada. Habrá que recordar este mundo y aprender la lección que
los mármoles caídos pretenden enseñarnos. ¿Pero qué lección es
la que hay que aprender? ¿Qué tienen que enseñarnos los antiguos
triunfos? En todo caso, no aprenderemos de lo que el viejo mármol
representa, sino de lo que el mármol, aquí, está significando: que
la caducidad alcanza por igual a la carne y a la roca, que el
desastre y la muerte a todos toca y todo lo revierte, y que esa
caducidad es consustancial al ser. Los rostros en el mármol van
desvaneciéndose hasta que no es posible reconocerlos. Las señales
puestas para recordar son ellas mismas rebasadas por el olvido. Que
nuestro futuro es quedar al margen, a la vera del camino, apenas unos
ecos entre las ruinas: eso es lo que hay que aprender. Que por golpes
de suerte ganaremos, cuando mucho, una voz que por fragmentos nos
conozca y piadosamente (rascando el polvo, y sin olvidar que es polvo
lo que queda entre los dedos) busque descifrarnos.
Y
hay otra lección. Que el tiempo reservado para la vida es corto, y
es más corto aún el tiempo que nos es concedido para ejercer la
disciplina impuesta: el placer. Ahí están los poemas amorosos de
Kavafis, sus cantos a la juventud fugaz y la belleza efímera. Como
pasan los siglos sobre el nombre de César y de los emperadores de
Bizancio, así pasan y están pasando los años sobre la hermosura de
los músculos y la solidez de la carne, y así pasarán y seguirán
pasando sobre toda belleza que en el mundo cobre forma.
La
homosexualidad de Kavafis fue el eje de su poética amorosa. El poeta
asumió su homosexualidad como algo más que mera transgresión
frente a la moral sexual corriente. Fue para él un ejercicio de
individuación. La transgresión en Kavafis es la enunciación de una
toma de postura, como decir: así como tú eres yo no puedo ser,
somos esencialmente distintos. La transgresión sirvió a Kavafis
para marcar una distancia frente a los demás. En la homosexualidad
encontró el poeta el medio para afirmar su ser, su individualidad y
el sentido de su búsqueda. Lo importante no es la transgresión por
sí misma, sino otra cosa: un horizonte intuido, una suerte de
trascendencia conquistada por el yo, a fuerza de explorar
posibilidades y acumular con paciencia la sabiduría vital. ¿Y qué
hay en ese horizonte trascendente? ¿Qué es lo que aguarda ahí al
poeta? Encuentro en Kavafis una intención casi metafísica, un ansia
de aproximación a dos certezas totales y saciantes: la certeza de
que la belleza existe, una belleza fugazmente contenida en los
cuerpos bellos, pero que los cuerpos no alcanzan a abarcar; y la
certeza de la eternidad, una eternidad de la que participan las
personas y las cosas en sus instantes de esplendor, eternidad intuida
en el ciclo incansable de los átomos, en esa aparente vida y muerte
que no son sino estadios alternativos en la corriente perpetua del
universo. Kavafis nunca se sacia con lo que le es dado en el
presente. Busca más: la certeza de una belleza mayor y
omnicomprensiva, y la certeza de una vida más intensa y prolongada
que la del mármol y la carne. Lástima que, humanos como somos,
estemos impedidos para acceder a ese grado de certeza. Lo que hay en
este mundo es, bajo todas sus facetas, parcial, imperfecto y
pasajero. Kavafis lo sabe. Esa es la causa por la cual cede a veces a
las lamentaciones, su ánimo se dobla, llora la juventud perdida y se
duele del desastre que parece cernirse sobre cada porción del
universo.
Y
en su búsqueda no deja Kavafis lugar para la culpa. No hay siquiera
tiempo para sentirse culpables. Frente a la culpa hay afirmación:
posibilidades que se afirman, búsquedas que se emprenden con el
ánimo por lo alto, libres de lastres, atentos al fruto del presente.
Que el placer se goce sin la culpa. Que no haya Polifemos ni
lestrigones que turben a los espíritus elevados. Que los jóvenes
bellos se busquen y se encuentren. Que se unan. En el instante de su
unión, si el espíritu que los mueve es propicio, habrán sabido
intuir ciertas verdades cuyo lenguaje está expresado en los términos
del placer. Después de haber alcanzado fines tan elevados, luego de
experimentar sentimientos reservados sólo a los mejores espíritus,
¿tienen algún sentido la culpa y la vergüenza?
Ya
no se ve el mundo como lo vio Kavafis. No son vistas con buenos ojos
las posibilidades de lo humano. Se busca sustraer al ser humano de su
mutabilidad, y en último término se busca sustraerlo de su
caducidad. Se escatima a la vida la noción del devenir, como si la
vida fuera otra cosa que mutación, otra cosa que tiempo condensado
en las cosas con las que vivimos y de las que nos desprendemos. Como
si nosotros mismos fuéramos otra cosa que tránsito, equilibrio
entre las posibilidades de la existencia y la otra posibilidad,
siempre inminente, de dejar de existir. En el fondo, como una música
reservada sólo para los más finos oídos, para los talantes más
nobles y atrevidos, la muerte, boca universal, susurra y aguarda.
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Kavafis: el placer sin culpa se publicó por primera vez aquí: Interfolia, No. 4
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Kavafis: el placer sin culpa se publicó por primera vez aquí: Interfolia, No. 4