La ignorante superstición de la originalidad

02 2020 Grecia photo Paolo Villa FO190008bis (Museo archeologico di Olimpia - Metopa dal tempio dorico di Zeus di Olimpia - Ercole lotta contro il toro cretese-minotauro) - Heracles and the Cretan Bull

“La ignorante superstición de la originalidad”. La frase es de Borges. Se refiere a la manera como un texto evoca a otros textos, la manera como dialogan las nuevas y viejas creaciones de la literatura. No se parte de cero. Los viejos cimientos se reconstruyen y releen en las nuevas creaciones. La originalidad es una ilusión.

El contexto completo de la frase se halla en la Antología poética de Francisco de Quevedo que Borges preparó para Alianza Editorial (El libro de bolsillo No. 873). La frase está en el prólogo. El pasaje completo es el siguiente:
Nuestro siglo ha perdido, entre otras cosas, el arte de la lectura. Hasta el siglo dieciocho ese arte era múltiple. Quienes leían un texto recordaban otro texto invisible, la sentencia clásica o bíblica que había sido su fuente y que el autor moderno quería emular y traer a la memoria. Quevedo quería que el lector de los versos
"Huya el cuerpo indignado con gemido debajo de las sombras"
pensara en el fin de la Eneida
"Vitaque cum gemitu fugit indignata sub umbras"
Otro ejemplo. Quevedo famosamente escribe
"Polvo serán, mas polvo enamorado"
para que quien leyere recuerde a Propercio:
"Ut meus oblito pulvis amore jacet".
Nuestro tiempo, devoto de la ignorante superstición de la originalidad, es incapaz de leer así.
Es inútil empeñarse en conseguir la originalidad por sí misma. Alguien, alguna vez, ha dicho antes que yo lo que en la soledad de mi texto he creído concebir. Ello atañe por igual a personajes, situaciones, puntos de vista, incluso frases enteras, estructuras y metáforas. Creo ser el inventor del ángulo de 180 grados (mírenme, lo ingenioso que yo soy: igualo en un plano los dos lados de un ángulo cualquiera y voilà, que obtengo un ángulo peculiar, una sola línea, perfecta en su rectitud), ignorante del hecho de que ya todos los círculos del mundo se han puesto de acuerdo, desde el inicio mismo de los tiempos, para medirse el diámetro utilizando la misma línea que acabo de inventar, recta, peculiar, perfecta y con el mismo número de grados.

Y ya que he mencionado las matemáticas: ¿qué decir de aquella controversia entre Leibniz y Newton, por ver quién ideó primero el cálculo infinitesimal? Hay en Wikipedia un artículo que trata por extenso el tema (Leibniz and Newton calculus controversy), así que no voy aquí a abundar en datos. Diré tan sólo que la controversia duró sus buenas dos décadas en vida de ambos matemáticos, hasta la muerte de Leibniz, pero ellos mismos perdieron al final el interés en la misma. "Ahora que estoy viejo", escribió Newton, "encuentro poco placer en los estudios matemáticos". Leibniz mismo, a pesar de ser el más interesado en aclarar la situación (había sido acusado injustamente de plagio por la sospecha en su contra de que había tenido la ocasión de leer un manuscrito inédito de Newton), renunció a la controversia, guardó silencio y dio esta explicación, que traducimos del mismo artículo de Wikipedia:
Para responder punto por punto al trabajo publicado en mi contra, tendría que examinar en detalle una gran cantidad de minucias ocurridas hace treinta o cuarenta años, de las cuales apenas me acuerdo: tendría que buscar mis viejas cartas, de las cuales muchas se han perdido. En la mayoría de los casos no conservo copia alguna de esas cartas, y en los otros casos las cartas yacen sepultadas bajo un cúmulo de papeles del cual sólo podría ocuparme con suficiente tiempo y paciencia; pero apenas he tenido oportunidad para ello, cargado como estoy de ocupaciones de naturaleza enteramente distinta.
Me agrada la explicación de Leibniz. No es casual que, antes de hablar de papeles, hable de las "minucias" de su memoria. Esos papeles refieren de manera metafórica el funcionamiento de la memoria. En el desorden de la memoria, la de Leibniz y la de cualquier persona, los viejos conocimientos, sus rutas, vínculos, claves y evidencias, se destruyen, o en el mejor de los casos se extravían bajo el túmulo de lo nuevo y no habrá nunca tiempo ni paciencia suficientes para sacarlos otra vez a la luz. ¿En dónde, en qué punto remoto de la trayectoria vital encontré y asimilé la idea que ahora exhibo como mía y de la cual reclamo la autoría? No lo sé; tendría que buscarlo bajo un túmulo enorme de papeles y de todas formas no sé si lo encontraré. Me faltan fuerzas para una empresa así. Y no tengo tiempo.

Voy de regreso a Borges, quien termina así su poema "Laberinto", contenido en el libro Elogio de la sombra:
No existe. Nada esperes. Ni siquiera
En el negro crepúsculo la fiera.
La fiera referida es un minotauro tan inminente como improbable. ¿Alguna vez llegará hasta el protagonista (el "tú" sin nombre que se halla atrapado en el laberinto) el célebre minotauro a tirar por fin su única y mortal embestida? El poema sugiere dos alternativas igualmente desfavorables para el cautivo. En la primera alternativa, aparece la fiera y tira su cornada; en ese caso, el "No existe" del penúltimo verso sería una mera distracción para la mente, una manera de decir "no vale la pena que te ocupes de pensar en la fiera: llegará en su momento, cuando la fiera quiera, y estarás perdido". En la segunda alternativa, la fiera en verdad no existe, no hay ni que esperarla: estás encerrado porque sí, tu laberinto no tiene sentido, súfrelo a solas. La muerte a un lado y el sinsentido de la vida al otro: he ahí las dos alternativas del cautivo.

Quizás sea lícito encontrar en ese poema de Borges un eco de este otro poema de Quevedo, "Reloj de arena", en el cual las alternativas -igualmente dos- son ambas funestas. Una alternativa es, como en Borges, la muerte, que aquí también será la gran aniquiladora de la zozobra que angustia al protagonista, quien padece una pena amorosa que parece tan insoluble como un laberinto. La segunda alternativa es, otra vez como en Borges, el sinsentido de la vida: el amante, incapaz de hallar salida a su laberinto, no tiene más remedio que sufrirlo, sin que dicho sufrimiento tenga propósito ni finalidad alguna. El final de "Reloj de arena" dice así:
ya sé, ya temo, ya también espero
que he de ser polvo, como tú, si muero,
y que soy vidrio, como tú, si vivo.
Además de las similitudes conceptuales, ya dichas, hay otras semejanzas, quizás hasta más visibles, entre dos de los versos citados, que aquí anoto juntos para su comparación:
No existe. Nada esperes. Ni siquiera...
ya sé, ya temo, ya también espero...
Ambos versos se articulan en tres partículas. Ambos versos utilizan el verbo esperar, y lo utilizan en ambas ocasiones para señalar una espera funesta, desventajosa y hasta próxima a la tragedia. Las tres partículas del verso de Borges van precedidas por una sola idea, la negación (no, nada, ni); las del verso de Quevedo, también por una sola idea, nombrada con la palabra ya, la cual sirve, como la negación de Borges, para remarcar lo inevitable de la situación descrita. Por último, no es semejanza menor que ambos versos aparezcan casi al final del poema, en la solución misma del texto, de manera que ambos sirven para hacer llegar, fluidas y naturales, la última rima y la última imagen de sus respectivos textos.

Y sin embargo, ambos versos son tan divergentes, tan distintos en su intención y en su contexto, que suponer una cita de uno a otro autor, un guiño culto como los que el mismo Borges identifica en los poemas de Quevedo y que mencionábamos casi al inicio de esta nota, parece forzado e inadecuado, fruto de una hermenéutica que renuncia a las evidencias y acaba por afirmar algo que no puede probar. Parece más probable que nos encontremos frente a una cita inconsciente, un resto de Quevedo que permaneció en la mente de Borges, por no sé cuántos años, hasta que afloró en el momento en que el argentino trataba de rematar un poema, "Laberinto", que en sus primeros 12 versos era perfecto y exigía un final de gran altura. Imaginamos el tamaño de su esfuerzo, de su concentración. Lo imaginamos bucear en lo más íntimo de la mente hasta dar con la fórmula rítmica y conceptual adecuada, el cierre perfecto para un poema superior. El poema, sin duda, le gustó, pues lo incluyó después en alguna de sus antologías personales. También el poema de Quevedo debe haberle gustado bastante, pues lo incluyó en la Antología poética a la que nos referíamos casi al inicio de esta nota.

Suponiendo, como lo hacemos, que la presencia de Quevedo en el poema de Borges no es consciente, ¿se habrá percatado éste alguna vez de las semejanzas que aquí expongo? Iba a decir, "de las semejanzas que aquí encuentro", pero no tengo indicios para suponer que nadie, antes que yo, ha encontrado estas semejanzas cuyo hallazgo por poco me atribuyo. En cuanto a Borges, dudo que atribuyera la menor importancia a la cuestión. ¿Qué más da si un poema cita a otro poema, si a fin de cuentas la Biblioteca de Babel los contendrá a todos, con sus comentarios, sus citas mutuas, concordancias, fes de erratas y notas al pie, sus relaciones, glosas, reediciones y resúmenes, sus extractos y antologías y hasta las ediciones para niños y aquellas que, en lenguas aún desconocidas, se escribirán para la humanidad futura?

Una última digresión. De Gabriel Zaid es aquella idea (o al menos él la publicó primero) de utilizar la máquina de cantar (esta misma sugerida por Machado; aunque: ¿no concibió Orwell un artilugio similar para su distopía?) para escribir de una vez por todas, de manera automática, todos los sonetos del idioma español:
Cabe soñar en otras aplicaciones de la máquina de cantar. Por ejemplo: escribir de una vez por todas los sonetos que falten de escribir. Afortunadamente, sólo hay un número finito de buenos sonetos posibles, como se puede demostrar. 
Consideramos los sonetos que puedan escribirse en una máquina para lengua española (puede ser otra lengua). En particular, los sonetos endecasílabos de rima grave en los catorce versos (puede partirse de otro caso). Aceptamos que en español no hay sílabas que requieran más de siete golpes de tecla (puede partirse de otro número). Añadamos una tecla nula: ni escribe ni hace avanzar el carro. Basta con eso.
El texto citado, "Demostración sobre el soneto", forma parte del libro La poesía en la práctica. A los párrafos arriba transcritos siguen algunas precisiones de infalible verdad: el número de sílabas y de combinaciones de teclas es finito. Es así que el número de sonetos "habidos y por haber en español" es también finito.
Luego, sólo hay un número finito de buenos sonetos posibles. Si el mundo no se acaba, y se persiste en escribirlos, algún día alguien estará escribiendo el último buen soneto de la literatura universal.
El poema "Laberinto" de Borges es, por cierto, un soneto, y de hecho es un soneto muy perfecto y conservador. Hasta cabe en la categoría más elemental del soneto, aquel "endécasilabo de rima grave en los catorce versos" que sirve para explicar el funcionamiento de la máquina. No hablemos más de originalidad: bastará con que nos sentemos a esperar, y un día lo veremos aflorar, idéntico y perfecto, de aquella generosa máquina que algún geek con aficiones filológicas y demasiado tiempo libre ya se habrá puesto sin duda a programar. Con suerte (ese tipo de suerte incierta pero probable que se necesita para, por ejemplo, ganar el premio mayor de la lotería) no habrá que esperar mucho y antes de morir habremos descubierto el poema de Borges. El mérito de su escritura no podrá ser nuestro; ni siquiera podrá ser de Borges, quien se limitó a adelantar una combinación prevista en los elementales algoritmos de la máquina. ¿Pero es que América fue edificada roca sobre roca, y témpano por témpano la Antártida, para dar la gloria a sus conquistadores? En el descubrimiento de las realidades hechas, en el esbozo y la intuición de su existencia posible, no hay menos mérito ni menos imaginación que en la creación misma. La propia creación literaria, desde cierto punto de vista, no es más que el descubrimiento de las relaciones posibles entre los signos y los términos de un lenguaje prefijado. Luego entonces...

La originalidad. La ignorante superstición de la originalidad.