Cuatro agradecimientos

Cat birds MAN Napoli Inv9993

Va dicho de antemano: este texto contiene elogios hacia la obra de José Javier Villarreal, y en especial hacia su libro El murmullo de un río, que hoy nos convoca.

Pero antes de pasar a los elogios, la voz de mi conciencia me pide hacer públicos algunos agradecimientos; dejar dicho aquello que José Javier, sin saberlo, ha hecho por mí, por este poeta principiante que yo soy.

Vamos por partes. Yo me acerqué a esta ciudad de Monterrey a estudiar alguna carrera humanística. Eso fue hace más de 20 años. Que me haya decidido por la filosofía y no por la carrera de letras no obsta para que me haya esforzado por cumplir la que fue convirtiéndose de manera paulatina en mi vocación más pertinaz: la de escribir. Pero uno no debería escribir desde cero. No cuando hay ya mucho camino andado por los que llegaron a este oficio antes que nosotros. ¿De quién podía aprender yo? Evidentemente, de mis lecturas. Pero no es suficiente. No es suficiente con leer a los poetas de otra época, de otras latitudes. Ellos están ausentes; su circunstancia, su ambiente, son y fueron otros, muy otros, que los que me tocan a mí vivir. ¿Qué tal si en esta época, en este sitio, en estas circunstancias, la escritura como vocación, la dedicación a la escritura, ya no son posibles? Todo en el entorno parece conspirar para que te dediques a otra cosa, para que hagas otra cosa. Para que seas otro. ¿Y qué tal si lo justo  -pensé más de una vez- es abandonar de una vez por todas esta vocación?

Pero ahí estaba José Javier Villarreal. Daba clases en la misma Facultad en la que yo estudiaba, en Filosofía y Letras. Él no me conocía, ni era probable que me conociera alguna vez, pues su cátedra la impartía en otra licenciatura. Pero yo estaba enterado de quién era él. Era escritor. Se asumía como tal, y aun más: era un poeta. ¿Quién se atreve a ir por la vida nombrándose poeta, como quien dijera “soy ingeniero” o “me dedico a las ventas”? Pues José Javier. Él era, en mi horizonte, lo más cercano a un poeta. Era un modelo a seguir, por decirlo de la manera más llana. Y eso es lo primero que tengo que agradecerle. Si él hubiera sido un poco más discreto respecto a su oficio, si se hubiera empeñado en ocultar sus logros de poeta, si se hubiera aplicado puntual y eficientemente a cumplir con su horario y su función en la cátedra universitaria, habría sido un maestro más, un profesor respetado y ya, pero habría venido a confirmar mis temores: que en esta ciudad no podía uno mostrarse como escritor ni como poeta, que esos eran pasatiempos de fin de semana y ya. Pero no: resultaba que José Javier era, ante todo, poeta. Tan evidente como ostentar cualquier otra identidad, tan evidente como ser político o carpintero. Y yo quise ser poeta también.

Ese es mi primer agradecimiento. He aquí el segundo: José Javier es una de las personas que me enseñaron a leer poesía. A la distancia y en retrospectiva me doy cuenta de que la actitud de nuestro poeta hacia la obra de otros poetas ha sido esencial en la formación de mi propia actitud. José Javier es alguien que, al mismo tiempo que lee el poema, lo penetra, lo desmenuza, lo mastica hasta metabolizarlo y metabolizarse en él. Lo aprendí en el programa de radio de José Javier (los domingos por la noche) y también en su labor como traductor del portugués. El poeta que es José Javier se vuelca sobre el texto con la concentración de quien desarma una bomba o demuestra un teorema. Para él, un poema es la cosa más seria del mundo. La lectura de un poema, me enseñó José Javier, no es ningún pasatiempo; merece, por el contrario, lo mejor de nuestras capacidades, la plenitud de nuestra atención, el oficio total de nuestra racionalidad, de nuestra emotividad y aun de nuestros cinco sentidos. Leer un poema es, para José Javier, una experiencia que ocurre en múltiples registros de manera simultánea. Y debo agradecerle que, desde entonces, yo ya no puedo leer poesía de otra manera.

Tercer agradecimiento: el poeta frente a la tradición. Todo poeta (aunque el poeta mismo lo niegue o lo disfrace) mide fuerzas y asume una postura frente a la tradición, frente a la poesía que lo precede y lo rebasa. Hay quien aspira a la ruptura y también hay quien se instala cómodamente en el nicho acogedor de una corriente, de un determinado ismo  consagrado por el uso. José Javier evade ambos extremos y se asume dueño de una multiforme tradición de siglos, se abre a todos las corrientes, no vacila en excavar todas las minas y labrar todas las piedras. Su voz se siente personal no porque haya rechazado las voces precedentes, sino porque las ha asimilado en una construcción propia, las ha decantado en un estilo personal de ser y de hacer. Debo decir que de esto me percaté poco a poco, al escucharlo en alguna de sus clases o en alguna conferencia, al leerlo en alguno de sus artículos, al pescar al vuelo sus palabras en la sobremesa. Pues han de saber que finalmente sí llegué a coincidir con el maestro en más de una ocasión, un poco por casualidad y otro poco porque así procuré que ocurrieran las cosas. Incluso lo invité a mi boda (¡y sí fue!, a pesar de que ese día se desató el diluvio sobre la ciudad). El caso es que José Javier exhibe en sus palabras y en sus textos una cultura que se nutre lo mismo de una copla medieval que de la poesía de sus contemporáneos. José Javier sabe que él mismo es parte de un corpus mucho mayor que lo supera en el tiempo y en el espacio, de una obra colectiva que va construyéndose y materializándose a lo largo de los siglos; y se siente cómodo con ser una voz más en el universal concierto. Esa humildad (porque no es otra cosa que humildad: nada menos que una virtud ética sobre la cual basar sus decisiones poéticas) me parece digna de imitarse y, desde luego, de agradecerse. Ese es mi tercer agradecimiento.

Hasta aquí los agradecimientos. Quiero ahora dedicar unas líneas a explicar lo que me ha parecido encontrar en los poemas de El murmullo de un río y en avisar a los lectores acerca del tipo de experiencia estética que están a punto de encarar en este libro.

Desde hace algunos años he dado en creer que la poesía más interesante exhibe la cualidad de la inminencia. Me refiero con esto a que el poema se sitúa en un estado tal que parece estar a punto de nombrar aquello que no puede nombrarse, de mostrar lo que es de suyo imposible de mostrar. Hay inminencia cuando un verso preludia o presagia una revelación, pero el verso siguiente la niega, la calla, la pospone o la resuelve en modos humanos, demasiado humanos (por ejemplo, con una apelación del poeta al efecto cómico). O cuando no hay un siguiente verso y el poema, sencillamente, termina en la promesa de esa revelación. Esta cualidad puede ocurrir cualquiera que sea el tema del poema y cualesquiera que sean sus afinidades y filiaciones estéticas. Su apreciación es emotiva más que racional; lo inminente llega como un salto en las entrañas, como una sensación, como un inmediato y transitorio desamparo.

Hay inminencia cuando Dante escamotea al lector la contemplación de Dios al final de la Comedia. También la hay en el famoso “no sé qué que queda balbuciendo” de San Juan de la Cruz; otra vez es Dios el que se veda ante la mirada escrutadora del que lee. Pero también la hay en temas más profanos. “Entre mis muslos cerrados / nada como un pez el sol” es una metáfora que se lee en García Lorca; y ese sol, palabra aguda, de textura lumínica, palabra afilada como un pez, parece aniquilar en una fracción de segundo esa cerrazón de los muslos... sólo para que los muslos, palabra grave y blanda, palabra de significado literal, acaben por imponerse, definitivamente cerrados, en la memoria conceptual y sonora del lector. A veces el efecto es más abstracto, o si se quiere, más filosófico. El poema "Un hombre pasa con un pan al hombro" de César Vallejo parece en todo momento estar a punto de enunciar una doctrina antimetafísica, un materialismo atroz, acerca de la condición humana; pero Vallejo acierta en mantener al poema atado al marco de sus propias preguntas, sujeto al arnés impuesto por los propios ejemplos. Es un poema que muestra en lugar de demostrar, que mantiene en suspenso la resolución de sus dardos, y en el que impera, por tanto, la inminencia, la irresolución de aquello que estuvo a punto de decirse.

Hay inminencia también cuando el poema parece estar describiendo o narrando una cosa, pero en una capa más profunda de lectura está simbolizando otra cosa, se dedica a tejer las relaciones íntimas entre conceptos menos evidentes. "At the fishhouses", de Elizabeth Bishop, es un ejemplo de lo que digo, y en general cualquier poema de Bishop lo es. El poema mencionado expone, con precisa corrección, incluso con atisbos de legítima belleza, el paisaje de una aldea de pescadores y las impresiones que el paisaje y los pescadores mismos despiertan en quien los contempla. Una lectura superficial se quedaría ahí, en señalar la textura acertada o fallida de ciertos pasajes, la pertinencia o impertinencia de tal o cual imagen, de esta o aquella metáfora. Pero resulta que, unos versos antes del final, el poema se torna súbitamente metafísico. Ocurre así desde el verso “Es así como imaginamos el conocimiento” (una imagen que choca frente a la cotidiana existencia material de los pescadores; ¿qué tienen ellos que ver con una reflexión acerca del conocimiento?). Y el poema termina sin que nos hayamos podido recuperar de esa impresión. ¿De manera que esas faenas, esos ires y venires de la aldea pesquera, eran el preludio de un símbolo, el entramado superficial a través del cual nos fue dado atisbar una realidad más oscura y profunda?

Hay inminencia en Góngora, una inminencia verbal. La abundancia sonora y sintáctica del más barroco de los poetas parece estar a punto de nombrar la plenitud de una verdad prolija, de una evidencia cuyas facetas infinitas se vuelven visibles de manera súbita y total. Pero los poemas de Góngora acaban como empezaron, en la pujanza de un lenguaje que es al mismo tiempo sustancia y combustible, sin revelar absolutamente nada, sin saciar en modo alguno nuestra sed. Por eso, cuando terminamos de leer a Góngora, siempre nos quedan ganas de leer más, de perdernos nuevamente en esa selva oscura, en ese fascinante artificio.

Por el contrario, un poema que se limita, sin más, a nombrar las cosas, o a negarlas, nos repele. Se antoja llamarlo “versos”, no poema. Una mera declaración de afectos y de odios personales, para lecturas perezosas y fáciles. Le falta la inminencia, nada menos.

La poesía de José Javier se me aparece preñada de esa cualidad, de la inminencia. El poeta discurre libre, caprichosamente, sobre un hilo conductor. A veces parece ceñirse a un libreto (como en los poemas de Mar del Norte en los que se ancla a una remembranza familiar). Pero las más de las veces ocurren bajo el influjo de una lógica oculta, una lógica nada silogística, que no vacila en saltar de un tema a otro que sólo vaga o casualmente le es afín. El poeta se deja llevar por una imagen, por un recuerdo, por una inclinación de la voluntad (por ejemplo, por el deseo simple de salir a caminar), o incluso se deja llevar por la gravedad y el color de una palabra. Los poemas de El murmullo de un río (y creo que en esto radica su cualidad mayor) ocurren sin ocurrir, son al mismo tiempo una divagación y un entramado de conjeturas, un tapete conceptual, sonoro e imaginativo. Y ahí es donde radica la inminencia. En ese discurrir, en ese salto de una idea a otra, de una a otra imágenes, el poema se ofrece como la promesa de algo que está a punto de revelarse. Y la revelación, astuta, sabiamente, se contiene.  

Un ejemplo: el poema de la página 74, “Tengo un libro de Enrique Lihn entre las manos”, antologado desde Campo Alaska. Como el poema de Bishop ya mencionado, el de José Javier es un poema que transita como al azar por la superficie de lo cotidiano. La trama (pues este poema narra algo) no podía ser más simple: el poeta, en su habitación, justo antes de echarse a dormir, sostiene un libro de Enrique Lihn entre las manos; lo mira, lo hojea y aventura algunas reflexiones sobre esa inminente lectura. La inminencia es, desde el principio, parte misma de la trama: el poeta va a leer ese libro, está a punto de hacerlo, es un libro más que recomendado, etc. En esas está cuando repara en las arrugas de la frente de Enrique Lihn (hay una fotografía de él en la portada del libro) y las compara con su propia, única, imborrable arruga-cicatriz en la sien izquierda. Y el poema se convierte, en seguida, en una reflexión acerca de esa cicatriz, pero también acerca del paso de la vida (“ya tengo cincuenta años”, escribe el poeta) y de los hábitos y errores que el hecho de vivir trae consigo. El poema se convierte, ahí, en otra promesa, en otra inminencia: parece estar a punto de revelar alguna que otra verdad sobre la vida y su transcurrir. Pero asume, de inmediato, un tono dubitativo, de divagación, como esas divagaciones que nos asaltan al finalizar el día, cuando el sueño comienza a atraparnos. No hay aún revelación alguna. Y es que a los cincuenta años no puedes sacar conclusiones: no eres joven, pero tampoco eres lo suficientemente viejo. Al final hay una doble inminencia: la primera: mañana amanecerá (¿qué significa eso?, ¿qué significa el amanecer en este poema?, ¿hay ahí un símbolo o es solamente la enunciación de un hecho trivial: mañana, como todas las mañanas, amanecerá?); la segunda: quizás el poeta leerá el libro (y en esta lectura, ¿qué experiencias, qué revelaciones, qué aprendizajes le ocurrirán al poeta?, ¿el libro cumplirá con las expectativas?). Ninguna de las dos inminencias se resuelve. El poema termina en un quizás, en una enunciación de posibilidades. El poeta ha jugado con astucia sus fichas: el libro, la fotografía, las arrugas, los cincuenta años, la noche, el amanecer. Las posibilidades. Y el lector, suspendido en ese instante que separa a la vigilia del sueño, se queda al margen de la historia, y sobre todo: se queda con todas las preguntas aún por contestar.

Esa habilidad del poeta para despertar el interés desde lo trivial, para atrapar al lector en una trama personal e incluso ínfima, no es una virtud menor. Y es lo que convierte a El murmullo de un río en una lectura tan sugerente, tan digna de recomendarse. Los poetas aún tenemos mucho que aprender del autor de este libro. Y los lectores que gocen de perderse en las palabras seguramente gozarán perderse en este libro.

Posdata: un cuarto y último agradecimiento para nuestro autor. Cuando busqué un hogar para los gatitos que, hace como veinte años, le nacieron a mi gata Ludovica, José Javier accedió a adoptar uno de ellos. Y yo crucé la ciudad, desde el extremo norte de San Nicolás hasta el extremo sur de Monterrey, con un gatito llorón en la mochila, para dejarlo en casa de José Javier. De tanto tiempo que ha pasado, el gato seguramente ya murió. Lo único que permanece vivo en esta trama es mi agradecimiento.

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Cuatro agradecimientos se leyó en la UANLeer 2018 y se publicó como Cuatro agradecimientos y una lectura de El murmullo de un río, de José Javier Villarreal, aquí: Armas y letras, 99-100

El murmullo de un río: antología personal (1980-2017) fue publicado por la Universidad Autónoma de Querétaro en 2018.