El mal de Samsa


Del mal de Samsa se han escrito más conjeturas que hechos comprobados. Las investigaciones fracasan, las falacias se multiplican, cunde el pánico. Ayer mismo se reportó el asesinato de otro enfermo: lo quemaron vivo en su propia habitación.

“Alternos” es el eufemismo que se ha extendido para nombrarlos. “Queman vivo a un alterno”, decía la nota del periódico. Llámenlos como quieran.

Si el mal es contagioso, no sabemos. Algunos le atribuyen una raíz genética, una letra equivocada en el código celular. Proteínas que responden al error y derivan en patas y caparazón lo que deberían ser los brazos, las piernas y la piel. Los que esto sugieren no explican por qué el mal se manifiesta en edades tardías, nunca antes de la adolescencia, ni por qué la transformación sucede siempre en un lapso de horas, mientras las víctimas duermen. ¿Pero es que nadie va a responder estas preguntas?

El siguiente podrías ser tú. O yo. Un día nos despertamos en nuestra cama y somos otros, somos “alternos”. Y quienes deberían defendernos, tu esposa y tus hermanos, o mis padres, dejan pasar a la multitud armada. Ahora estás pensando y no los culpas. ¿No harías tú lo mismo, cuando no pudieras reconocer más al hombre bajo la apariencia (y quién dice que es sólo la apariencia) del animal?

El mal de Samsa no tiene cura. Esto lo sabemos. Y conocemos un par de cosas más. Que los alternos no viven mucho, que los mata un resfriado. Certezas al fin, a las cuales aferrarse en el océano de las probabilidades.

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