Uno por uno, los suicidas
saltan
desde el puente sobre el río
que atraviesa la ciudad.
Uno por uno.
Se quitan los zapatos
y los dan a los mendigos que habitan sobre el puente.
Y luego saltan. El viento en la cara los golpea
durante el vuelo.
Se dice que es de buena suerte
estrechar antes la mano a los mendigos.
Una buena ola te arrastrará hasta el fondo.
Te vendrán a la mente sólo los mejores recuerdos.
El agua no la sentirás tan fría
que te venga el deseo de sacar la cabeza
y respirar.
Mejor de madrugada: menor la muchedumbre
de los que esperan turno.
Un café en aquella mesa, mientras hojeas los diarios.
Y si te queda tiempo, es buen momento
para escribir algunas cartas:
a la novia, la amante, el hijo aún no nacido.
El buen mesero las entregará. Que sea generosa tu propina.
Inclínate sobre la barandilla.
Levanta despacio los pies, desde el talón hasta la punta.
Empuja tu cuerpo hacia adelante, los hombros bien erguidos.
Con un pequeño salto flexiona las rodillas.
Y vuela, oh suicida,
vuela y siente el peso de tu propio cuerpo
arrastrándote hacia abajo. Lastre letal,
ilustre fardo que acostumbrabas llevar sobre los pies.
Qué a tiempo lo has echado por la borda.
Deja ahora de temblar. La barca se aproxima al puerto,
los mástiles quebrados, pero a flote.
Ahora llega. Atraca. Ya desciendes al muelle,
como en aquellos sueños donde te sentías caer
desde al más alto de los edificios,
y en el instante del golpe contra el suelo
despertabas,
ileso, con un libro entre las manos,
y un rumor de palabras incompletas
se acercaba a tus oídos desde otra habitación.