Crédito de la imagen: © Tomas Castelazo, www.tomascastelazo.com / Wikimedia Commons
La elección de mis lecturas es caprichosa, desordenada. Me guían el gusto y las circunstancias, no el deseo de erudición. Hablo como un lector que en el camino llegó, un tanto por casualidad, a dos estaciones espléndidas, cuyo recuerdo aún late con fuerza. El llano es llamas es una de ellas. Pedro Páramo, la siguiente. Veintitantos años ya de haberlas visitado y todavía quiero volver, y vuelvo, a su presencia. Y me dejo, todavía, deslumbrar, como quien las conoce por primera vez. Y como si fuera la primera vez, descubro algo nuevo en ellas, me dejo sorprender, dejo que ellas descubran algo nuevo en mí, un nervio que no se había pulsado del todo y que esperaba su momento para resonar.
Este es, si se quiere ver así, el recuento de un amor personal. De un amor que se construye y reconstruye con los años.
I
Quien lo dijo fue Guillermo del Toro: “El espinazo del diablo es Juan Rulfo” (ver la Nota al final de este artículo). Se refiere, claro, a su película del año 2001, rodada en España. La del orfanato a la mitad de la llanura yerma, polvorienta, seca. El orfanato habitado por los niños y sus cuidadores, pero también por los fantasmas de los crímenes pasados y futuros.
No es que la película esté basada ni siquiera mínimamente en algún relato o personaje de Rulfo. Pero quien haya visto el filme y leído a Rulfo sabrá reconocer en esa geografía reseca, en esos personajes desesperados, en esa miseria moral que se palpa en el sudor y la respiración misma de la gente, un eco muy de Rulfo, muy de los personajes, las tramas y las atmósferas del escritor. La huella de Rulfo marca un tono para la película, le imprime una manera de ser. No es Rulfo en un sentido estricto, pero al mismo tiempo sí lo es. O, por decirlo de otra manera, El espinazo del diablo no habría sido posible sin la preexistencia de Rulfo, si Guillermo del Toro no hubiera leído antes a su coterráneo y hubiera asimilado las trazas de una cierta forma de narrar pero también de un talante, de una cierta actitud. El estilo de Rulfo, tal como lo asimiló el cineasta, trasciende el plano narrativo, pues incluye también una espiritualidad pesimista que todo lo impregna con su fatalidad.
Habitar en una narración de Rulfo es habitar a la deriva, marcado por fuerzas que son al mismo tiempo familiares y extrañas. Fuerzas fascinantes y terribles a la vez. La vida se torna una peregrinación sin principio ni fin, la expiación de los pecados cometidos por deidades indiferentes, en un tiempo al margen de todos los tiempos.
II
Pienso en Talpa, de El llano en llamas. La trama es simple. Un hombre, Tanilo Santos, enferma de gravedad. Su esposa, Natalia, y su hermano son amantes. La muerte de Tanilo quitaría el único obstáculo que les impide unirse. Tanilo decide peregrinar hacia el santuario de la Virgen de Talpa, en busca del milagro de una curación. Los amantes ven en ello la oportunidad buscada: Tanilo no podrá resistir el viaje, piensan. Morirá en la peregrinación. Emprenden el viaje, arduo, desgastante, interminable. Tanilo muere. Natalia es presa de los remordimientos. La unión de los amantes, lastrada por la culpa, no puede realizarse. El viaje a Talpa fue para ellos, en realidad, un viaje de expiación, su propia estancia en un Purgatorio terrenal.
La atmósfera del cuento es agobiante. Se abre ante los ojos del lector un paisaje miserable: caminos desiertos, polvo de sol a sol, noches cada vez más cortas, y al amanecer otra vez el lento peregrinar, con el olor a muerto que brota de las llagas de Tanilo. Se hacen presentes el dolor físico y el cansancio. Pero también el dolor en su forma inmaterial: la desesperación, la culpa, la desesperanza. La falta de piedad que los amantes experimentan ante el dolor de Tanilo pesa tanto como lo inhóspito de los caminos. Así es en Rulfo: lo material (el paisaje, el dolor) se corresponde con lo inmaterial (las emociones, las inclinaciones personales). La geografía externa es también la geografía de las voluntades y los pensamientos de quienes la habitan y la sufren. El macrocosmos y el microcosmos se solapan, se funden y confunden.
Esos paisajes de Rulfo: el Llano, la Cuesta de las Comadres, Luvina, Comala. Esos lugares que son el presagio de la degradación de sus propios habitantes. Habitarlos es como condenarse, dejarse chupar la fuerza vital. Dejarse llenar de polvo, de piedras duras y filosas, de horizontes yermos. El alma se endurece. Se vacía. Se confunde con las cosas. Se convierte ella misma en cosa. Un guijarro más entre los guijarros.
III
El espinazo del diablo, la película de Guillermo del Toro, es una historia de fantasmas. ¿Fue Rulfo un autor de historias de fantasmas?
Cuando Juan Preciado, hijo de Pedro Páramo, regresa a Comala, lo reciben los fantasmas. El pueblo ya no existe, no lo habita nadie, pero Juan no lo sabe. Va encontrándose con los antiguos habitantes. Todos ellos están muertos, pero Juan no lo sabe. Conversa con ellos, comparte con ellos la mesa, la cama, el cansancio. Convive con ellos, pero en realidad agoniza en su compañía. Juan no lo sabe. Volver a Comala es convertirse en Comala. Y si Comala ha muerto, Juan morirá. Y ya que Comala es un fantasma de lo que fue, Juan se convertirá en un fantasma. Y como fantasma, pervivirá anclado a su dolor personal, tal como hacen los demás fantasmas. Es cosa de fantasmas anclarse a un momento del pasado, a una imagen de sí mismos que los traza para la eternidad. No esperes que un fantasma aprenda, entienda o en modo alguno se transforme en otra cosa. Ser fantasma es detenerse en un instante del tiempo, congelarse en una mueca, un discurrir, una costumbre.
Pero esos fantasmas, ¿están ahí? ¿No serán un truco literario, la construcción del pasado mítico de Comala? Son como un coro de personajes que muestran cada uno a su manera la catástrofe que se ciñó sobre el pueblo. Como si las estatuas de un antiguo monumento cobraran vida por un instante, solo para narrar cada quien un fragmento de los acontecimientos, y enmudecieran en seguida. El mismo Pedro Páramo es una estatua, una que se derrumba, que viene derrumbándose desde el pasado y se condena a su propia disgregación. En el instante de su muerte se desmorona, “como si fuera un montón de piedras”. Y así sabemos que su muerte –asesinado por uno de sus vástagos– no ocurrió en un tiempo preciso ni en circunstancias específicas y delimitadas, sino que está ocurriendo aún, no ha dejado de ocurrir. Ha ocurrido siempre, en el tiempo sin tiempo de los mitos y de los fantasmas. El tiempo de los monumentos. El tiempo de los arquetipos, que es también el de los sueños. Pedro Páramo es mito, fantasma, arquetipo y sueño. Es el padre brutal, el padre fuerte, el asesino, lo voluntad ciega, el deseo absoluto, el monstruo que nos persigue en nuestras pesadillas. La fuerza bruta con rasgos vagamente humanos. Un hombre de carne y hueso, pero también otra cosa, más primitiva, más esencial y definitiva.
Me gusta pensar que Pedro Páramo sí es una historia de fantasmas. Pero no una que nazca de la tradición europea. Los fantasmas de Rulfo no son los de Sheridan Le Fanu ni los de Henry James. Se nutren de ciertas formas terribles de la religiosidad, de la superstición popular y de los miedos más básicos, y se decanta en una tradición nueva, la del fantasma que es mito y es destino, que está vivo y muerto a la vez, simultáneamente carne y sombra, que habita una geografía pero también habita en la memoria de los vivos y los muertos. Hay autores que, como Rulfo, proponen geniales mitos modernos, tan atroces y fascinantes como los mitos de antaño. Pienso, por ejemplo, en Arthur Machen, en H. P. Lovecraft, en J. R. R. Tolkien, en Neil Gaiman. Todos ellos son tejedores de cosmogonías. Hay momentos en la narrativa de Juan Rulfo que parecen precisamente eso: narraciones de un origen mítico, invocaciones de un principio que es todos los principios. Y ese principio se ofrece (he aquí la novedad, lo original de Rulfo) en la forma de un fantasma, de un retazo de memoria, de un eco, de un susurro. Rulfo merecería tener imitadores en la literatura fantástica. Unos que fueran capaces de abrir el camino a una nueva tradición en ese género. Quiero pensar que esa tradición será espléndida y que sus mejores frutos están aún por escribirse.
IV
El lenguaje de Rulfo. El habla que pone en boca de sus personajes. Su propio lenguaje narrativo: su estilo reseco, preciso, lapidario. Las palabras, pues, con las cuales construyó sus relatos. No es realismo ni costumbrismo; pero no porque el estilo de Rulfo se oponga al dato realista o costumbrista en la literatura, sino porque, asimilando de una manera personal esos elementos, los trasciende. Aunque se mantuvo fiel a los modos expresivos de su natal Jalisco, Rulfo no intenta (y de eso estoy seguro) una simple reproducción de palabras y expresiones rurales. Como todo lenguaje literario, el suyo es una impostura. El de Rulfo es una construcción aparentemente naturalista que, en realidad, lo que hace es destilar una cierta forma de expresión para convertirla en una fórmula, en una lente que deja ver lo que hay de universal en un puñado de existencias y circunstancias particulares.
Autores de todo tiempo y latitud han ensayado ese ejercicio de expresión. Inventan un lenguaje porque el puñado de alternativas expresivas que les ofrece su idioma les resulta insuficiente para plasmar la plenitud de símbolos y de significados que buscan expresar. La lengua griega de Homero (o de los rapsodas llamados colectivamente “Homero”), fusión de dialectos, es un ejemplo firme. Hay otros: Dante, Petrarca y sus contemporáneos consolidaron las posibilidades expresivas del dialecto toscano; Shakespeare hace lo propio con el inglés. Pero esos son ejemplos extremos. Rulfo no crea el español. Y sin embargo, lo hace sonar como un idioma nuevo, con una música inusitada. Habría que comparar a Rulfo con, por ejemplo, César Vallejo y William Faulkner: el idioma de estos dos autores no se corresponde con el español y el inglés de todos los días; son formas potenciadas de expresarse en ambos idiomas. Los conceptos florecen, las normas del lenguaje se ponen a prueba. Más ejemplos: Lezama, García Márquez, Borges. Después de someterse a esas pruebas, el español no volverá a sonar igual. Rulfo, con todo derecho, debe inscribirse en esa nómina.
Rulfo debió inventar un lenguaje con el cual nombrar a los fantasmas y los mitos. No convocas las fuerzas telúricas con las fórmulas de todos los días. Debió inventar un lenguaje a la altura de la geografía de pesadilla en la que ocurren sus relatos. Un lenguaje afilado como las piedras del llano, reseco, un lenguaje de boca siempre con sed, de llano siempre con sed. Un lenguaje que se masculla como el gargajo mugroso que escupe el asesino de los Urquidi en El hombre, cuando se dirige a consumar su crimen. Lenguaje de polvo, de sueño, de mal sueño. Un lenguaje con el cual expresar las emociones primarias de Macario, del viejo Esteban, de Juvencio Nava. Lenguaje para iluminar la crueldad, el pavor y los demás extremos de la experiencia humana.
V
¿Qué queda tras leer a Rulfo? ¿Qué queda tras la última página, cuando, a oscuras en la habitación, a la espera del sueño nocturno, se entrega uno al recuerdo de lo leído? En cuanto a mí, me queda la sensación de haberme asomado a lo que tienen de arquetípico las experiencias cotidianas.
Pongo por caso el cuento El día del derrumbe. En el pueblo se ha sentido un temblor. Hay daños materiales y también víctimas. El gobernador viene a auxiliar a los pobladores. El derrumbe pasa entonces a segundo plano. Lo importante es la presencia del gran personaje, del gobernador. Su visita se convierte en un festejo, con las ceremonias que son consustanciales a ciertas formas de ejercer el poder político. Y el festejo se convierte en una gran borrachera. Ahora lo entendemos: conque así es como se contenta el pueblo. No con la solución práctica de sus problemas, sino con otra cosa, siempre con otra cosa. Es el panem et circenses de los romanos. Es el “Fútbol Para Todos” del gobierno argentino. Es la dádiva, la mano generosa de los líderes populistas. Es el apapacho que los demagogos dispensan a sus gobernados. Algunos de los últimos acontecimientos de la vida política en Estados Unidos, el Reino Unido, Francia, Turquía, Colombia, por proponer un puñado de ejemplos, vuelven visible lo poco que hay de practicidad, de sensatez, en las decisiones del pueblo, y lo mucho en cambio que hay de manipulación, de espejismo, de cortedad de miras.
De Rulfo también me queda algo que no sé muy bien cómo expresar. Podría llamarlo su “sensorialidad”, o bien, la sensualidad, lo sensual de sus narraciones. Sensual como sinónimo de sensorial, en referencia a los cinco sentidos: en Rulfo los cinco sentidos tienen su parte, las acciones se miran y se escuchan, el paisaje sabe y huele, el aire y la tierra tienen una presencia táctil. Las sensaciones aparecen de una forma natural, sin forzarlas. Surgen como parte de la atmósfera en que se mueven los personajes. Son parte misma de la narración. Y a menudo se mezclan: la noche de Luvina se ve pero también se escucha, es una oscuridad preñada de sonidos, el del viento que sube desde las partes bajas del cerro, el de los ires y venires de mujeres que salen por la madrugada en busca de agua, e incluso el sonido mismo del silencio, que también tiene una presencia táctil: es un silencio que percibes en la piel, que te aplasta, que te comprime contra el suelo. A veces sucede también que lo sensual tiene un carácter moral: el olor de podredumbre que brota de las llagas de Tanilo en Talpa es también la evocación de la desesperanza y del remordimiento.
Pero he dicho sensual y no simplemente sensorial porque he querido recuperar otro significado de aquel término. La narrativa de Rulfo es sensual en tanto que seduce. No nada más gusta. Es virtuosa en un grado tal, o en una forma tal, que vence y subyuga al lector. Aquí me temo que no puedo dar ejemplos del todo claros, pues los pasajes que a mí me han seducido no son necesariamente los que han seducido a otros lectores. Pero estoy seguro de que cualquiera que haya leído con atención a Rulfo sabrá de qué tipo de seducción hablo. Es la que quita el aliento, y surge de pronto, en la línea impensada, en el paso de uno a otro párrafo, en el gesto o el detalle que revelan una intención secreta del personaje o del destino que lo mueve. A mí me pasó muchas veces. En el levantarse de los pájaros, perseguidos por el ruido de las balas, de la escena inicial del cuento El llano en llamas. En la manera que tienen de mirar las mujeres de Luvina a los recién llegados al pueblo, con una mezcla de curiosidad y mezquindad. En una línea simple de La Cuesta de las Comadres, “A Remigio Torrico yo lo maté”, que imprime a la narración un nuevo interés, y ante los ojos del lector convierte en un instante a la víctima en un avezado victimario. Pero esta lista es necesariamente incompleta. Siempre lo será. Porque momentos como este saltan al paso una vez tras otra en la lectura, y cada nueva lectura puede revelar nuevos momentos de fascinación, hasta entonces inadvertidos. ¿Qué especie de lectura es esta, que no se agota jamás?
VI
¿Recordaremos a Rulfo dentro de, digamos, otros cien años? ¿Qué quedará de él? ¿Qué quedará de nosotros frente a él? Pienso que los frutos de la cultura se mantienen vivos en tanto seamos capaces de recrearlos, de resucitarlos en nuevos moldes, de dialogar con ellos bajo perspectivas inéditas.
Algunos ejemplos extremos: William Blake se mantiene vivo en un episodio de la serie animada de Batman de 1992 (Tyger, Tyger), en la cual aparece el poema homónimo que aquel escribió. La mitología de Arthur Machen se trasluce en un filme de Guillermo del Toro como El laberinto del fauno, cuya trama está poblada de seres mágicos y malditos que habitan el bosque desde tiempos sin memoria. Judi Dench, en su encarnación del personaje M en una cinta de James Bond (Skyfall), recita las líneas finales del maravilloso poema Ulysses de Alfred Tennyson. Michael Caine hace lo propio con Dylan Thomas en la película Interestelar (“No entres dócilmente en esa buena noche”). Y un videojuego sobre La Divina Comedia, Dante's Inferno, gozó de fama hace unos años entre mis alumnos de ingeniería que se lanzaron a averiguar quién era Dante y a leer el Inferno, aunque fuera tan sólo para cotejarlo con los episodios del juego.
¿Dentro de cien años encontraremos a Rulfo en el cómic, la película, el refrán, el aula escolar, la charla, la red social o en cualquiera de los soportes comunicativos que estén por inventarse? ¿O, por el contrario, lo encerraremos en la biblioteca y los vitrales, tan sublime y demasiado inmaterial como para ser manoseado por los legos?
Las preguntas, por necesidad, deben quedar abiertas. Que cada quien dé su respuesta, a la par con lo que entienda por cultura. En cuanto a mí, respondo con lo que dije más arriba: la cultura no florece en los estantes, sino en la recreación y en el diálogo. Lo demás es erudición estéril, que impresiona pero no educa, que se impone por la fuerza y se mantiene más allá, mucho más allá, de donde ocurre la verdadera vida.
Nota:
En el capítulo I de este artículo cito lo siguiente: Vicente Díaz, “Entrevista con Guillermo del Toro” en The Cult. http://web.archive.org/web/20150523091706/http://www.thecult.es/Entrevistas/entrevista-con-guillermo-del-toro.html El mismo Del Toro, jalisciense como Rulfo, no se ha guardado nunca su admiración por el autor de El llano en llamas, libro señalado por el propio cineasta como una influencia literaria esencial para la concepción de El espinazo del diablo (Jaime Perales Contreras, “Guillermo del Toro: la experiencia física del horror” en Literal, http://literalmagazine.com/guillermo-del-toro-la-experiencia-fisica-del-horror/). En marzo del 2017, un tuit de Guillermo señala a Rulfo como la prosa que más admira en español, “my most admired prose writer in Spanish” (Guillermo del Toro @RealGDT. https://twitter.com/RealGDT/status/837357787009040384).
Ante Rulfo: notas de una lectura se publicó por primera vez aquí. El texto se ha actualizado mínimamente para esta ocasión.